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La indiferencia

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Artículo de E. Diestro, El Ojeador. 15 de mayo de 2012

 

La indiferencia

 

Acabo de leer una entrada de Facebook en el timeline de un amigo: cuenta brevemente la vergüenza que siente un hombre de mediana edad que pide ayuda en la cola de la caja del supermercado para pagar macarrones y dos cartones de leche, y el enfurruñamiento de una persona que intenta pedir la colaboración de esa cola para obtener unos euros con los que pagar y a la que nadie, excepto una anciana, quiere escuchar.

“Es la victoria de la ideología dominante”, escribe. “Ya no hay pobres, hay loosers”. Es una indiferencia total, un intento colectivo de meter la porquería debajo de la alfombrilla mientras otros se limpian los pies en ella. Es, de nuevo, la misma dejación que tratan Chaves Nogales en La agonía de Francia ante los nazis y Orwell en Homenaje a Cataluña al volver de permiso del frente y ver aquella Barcelona olvidadiza ajena a la guerra que continuaba. Desde la postura opuesta, lo mismo opinaba George Bernard Shaw: “The worst sin toward our fellow creatures is not to hate them, but to be indifferent to them; that’s the essence of inhumanity”. La indiferencia es, sin duda, la mejor opción para los que aplauden la sumisión de unos a otros, pero nunca la suya porque piensan que están encima.

La indiferencia es la antesala de la violencia, un método apenas consciente de protección individual que mantiene nuestra mente aséptica, fría e impenetrable y que actúa como un escudo ante la desigualdad creciente que no queremos ver.

Es la perversión que cruza el umbral de lo aceptable cuando alguien pide sacrificios a esos supuestos culpables de intentar salir adelante con lo mínimo mientras los estrujan; pocos recuperarán su forma original. Esa es la palabra que eligió Hitler para anunciar a los alemanes el declive cuando su derrota comenzaba a vislumbrarse en la Segunda Guerra Mundial: sacrificio.

Es cierto que ya no hay pobres. Gracias a la transformación mágica del uso del lenguaje en los medios de comunicación que en otro tiempo se llamaran sociales, tampoco existen los representantes de los ciudadanos, ni los jefes, ni las personas con experiencia: solo los líderes, los primeros del ranking; el talento que da el máximo beneficio en segundos. Hasta los empresarios tienen, en esta neolengua, una lustrosa denominación: emprendedores. Y, por desgracia, todos aquellos términos que los neolenguaparlantes no aceptan adquiere una pátina de culpabilidad: funcionarios, trabajadores, estudiantes, ciudadanos… Pobres. ¡Todos culpables y muchos indiferentes!

 


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